Los cumpleaños de mis primos
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Algunos sábados alguno de mis primos celebraba su cumpleaños. Esos sábados mis hermanos y yo íbamos López Gómez arriba. Mi hermano y yo de la mano de mi madre, mis hermanas delante. El recuerdo es siempre nocturno.
El portal tenía muchísimas escaleras empinadísimas que terminaban en un ascensor con pinta de antiguo, abierto por los lados para dejar ver como sube y baja.
Arriba nos recibía quien abriese y el gato y, tras un beso de cada uno de nosotros a cada uno de ellos los pequeños nos íbamos a la cocina y los mayores se quedaban en el salón.
La mesa de la cocina era una bacanal de dulces y sandwichs. Conguitos, patatas, bollería industrial, refrescos de todos los colores, etc. La norma no escrita decía que primero teníamos que comer, por lo menos, un bocadillo y luego ya podíamos arramblar con el resto.
Mi tía nos servía un dedo del refresco que pidiéramos y mientras la espuma se apartaba para dejar espacio a más bebida servía a otros y nos olvidaba, dejándonos con dos sorbos en el vaso.
Después de comer cada uno se iba a jugar con aquellos de su edad y nos volvíamos a reunir para comer la tarta y cantar el cumpleaños feliz, que no le gustaba a nadie, ni a los cantantes ni a los cantados.
Nos comíamos la tarta también por separado y seguíamos jugando hasta que, al final de la noche, mi madre nos hacía parar y recoger el juego para quedarse una hora más hablando con mi tía, haciéndonos esperar con el abrigo puesto en el recibidor.